El coche olía a café. No era lo que Andrés se imaginaba
para un coche de policía, pero tampoco era nada del otro mundo. Cuando giraron
la esquina, entraron en la gran avenida paralela al mar. Estaban casi llegando
al lugar del accidente. Manuel, a su lado, estaba tenso. Aunque llevara veinte
años de servicio a sus espaldas, la idea de una víctima mortal aún le asustaba.
Manuel González, de unos cincuenta años, pelo canoso y constitución fuerte, era
normalmente tranquilo e imperturbable, con la cabeza en su sitio y las ideas
claras. Pero esa mañana no. No estaba acostumbrado a cosas tan importantes. Lo
normal para un domingo por la mañana era dar vueltas por la ciudad, vigilando
que todo estuviera en orden, después hacer algo de papeleo en la oficina y
listos. Ese día era diferente. Un hombre muerto. Era más de lo que podían
manejar. Andrés apenas había hablado con él en todo el trayecto desde la
comisaría. Estaba demasiado nervioso y asustado para pensar con claridad. El
tráfico casi se había detenido a lo largo de toda la avenida, avanzando muy lentamente.
Algunos coches giraban para ir por las calles del centro. Manuel activó la
sirena, y en un momento consiguieron un camino entre los vehículos. Dos minutos
después, ya estaban allí, viendo el Volkswagen blanco hecho chatarra por los
laterales, el capó abollado y los faros destrozados. Aún echaba un poco de
humo, pero la visibilidad era suficiente para distinguir el cadáver en el
asiento del conductor.
Andrés tuvo que aguantar las arcadas al ver la sangre.
Era una imagen demasiado brutal. Había pasado siete meses en la oficina,
haciendo informes y cosas por el estilo, y una semana antes le habían asignado
como compañero a Manuel, porque el antiguo acompañante de este se había jubilado.
En la ciudad no solía ocurrir nada fuera de lo común, solo algunos delitos
menores que se podían solucionar en poco tiempo, algún robo, vandalismo, y
cosas del estilo. Pero este caso era diferente. En todo el tiempo que Andrés
llevaba en la policía, no había habido ninguna muerte que tuvieran que
investigar. La llamada que recibió la comisaría era de una mujer nerviosa, que
había oído el estruendo y, al ver qué había sido, encontró el coche destrozado
y al conductor muerto. No había visto el accidente, y repetía que no había otro
coche dañado. Aún así, la idea de que hubiese habido otro coche implicado
rondaba por la cabeza de ambos agentes, aunque ninguno había compartido el
pensamiento en voz alta.
Unos minutos más tarde, Manuel estaba muy ocupado
controlando a los otros agentes que había en el lugar para fijarse en la mala
cara de su compañero, dominado por las náuseas. Andrés estaba lo más lejos
posible del Volkswagen, intentando mantener la compostura. Sabía que no era la
actitud digna de un agente, pero no era capaz de pensar con claridad. Miró el
reloj. Eran las once y cuarto. Se concentró en mirar al asfalto, respirando
lentamente. Un momento después, Manuel se acercó a él y se apoyó en el coche, a
su lado.
-
Ya le hemos identificado. Por suerte, llevaba la cartera encima. – le dijo.
-
¿Y bien?
-
Eduardo Reyes González, 46 años. Era de aquí. El juez no puede venir todavía a
levantar el cuerpo, así que tendremos que empezar por preguntar a la gente. –
explicó. - ¿Estás bien, chaval? – añadió, viendo la cara de Andrés, que aún
seguía mareado.
-
No. Es la primera vez que veo tanta sangre, y no me encuentro muy bien.
-
¿Ya habías visto antes un cadáver?
-
Sí, pero estaba bien colocado en un ataúd, no en este estado. Lo siento, pero
no puedo acercarme sin que me entren ganas de vomitar.
-
No te preocupes, es lógico. Mira, ya hay agentes interrogando a la gente que
había en la calle por si han visto algo, si quieres puedes preguntar a la gente
de los pisos de alrededor. Así te despejas un poco, ¿de acuerdo? Yo te llamaré
si te necesito. – dijo Manuel, dándole una palmada en la espalda.
-
¿Seguro que no te importa?
-
¡Claro que no! Tú vete tranquilo, a ver qué encuentras.
-
Bueno, vale. – dicho esto, Andrés se dio la vuelta y empezó a andar hacia uno
de los bloques de pisos de la zona.
Eran ya las doce y cinco cuando llamó al timbre del 6º B
del segundo bloque de pisos en el que entraba. Pocas personas habían visto algo
del accidente, y los que sí, no sabían nada sobre ningún otro coche porque solo
alcanzaron a ver el Volkswagen ya destrozado. Andrés estaba empezando a pensar
que tal vez se equivocaba y el conductor simplemente había perdido el control
del vehículo, nada más. Estaba dándole vueltas a esa teoría cuando la puerta se
abrió, y en la entrada vio a una chica de más o menos su edad, morena y con los
ojos oscuros. No era muy alta, pero sí de figura elegante. Tenía el pelo largo
mojado y revuelto, y llevaba unos pantalones cortos vaqueros y una camiseta
ancha, azul y blanca. El primer pensamiento de Andrés al verla fue que era muy
guapa. Lo descartó rápidamente de su cabeza, tenía cosas que hacer para la
investigación. Ella le miraba atentamente, y en la mano tenía una taza humeante
con la ilustración del disco “Abbey Road”.
* * *
En el garaje hacía mucho calor. Las lámparas
fluorescentes en el techo parpadeaban de vez en cuando, si no estaban ya
fundidas, y el suelo estaba cubierto por una camada tan gruesa de polvo que no
se veía el cemento. El aire olía intensamente a humo y a gasolina, y era
sofocante. Miró por última vez el gran todoterreno negro, aparcado en la
esquina, sin destacar entre los otros coches. Los daños no eran visibles desde
su posición. El golpe había sido lo bastante fuerte como para abollar la
parte derecha del capó y destrozar el faro, pero ya poco importaba. Ese coche
no volvería a salir de allí. Se dio la vuelta y caminó lentamente hacia el
ascensor. Todos pensarían en un accidente, y no había testigos. Sorprendentemente,
su conciencia estaba totalmente tranquila, leve, sin el peso del crimen. Al fin
y al cabo, no era su primer asesinato.
* * *
Manuel estaba
revisando una vez más el maletero del Volkswagen cuando sonó su móvil.
Era Andrés, y le pidió que fuera al 6º B del bloque de pisos con vistas al mar,
el de ocho plantas que hacía esquina. Había una chica que había visto el
accidente. Manuel colgó el teléfono, y se dirigió a paso rápido al edificio.
Cuando llamó al timbre, le abrió una joven muy guapa, más o menos de la edad de
su compañero, y le invitó a pasar. El pequeño pasillo de la entrada daba paso a
un salón no muy grande, decorado con colores fuertes. Había varias estanterías,
una televisión, y un sofá naranja sobre el que ya estaba sentado Andrés, que le
saludó con un movimiento de cabeza. El apartamento tenía cocina americana,
separada de salón por una mesa y dos sillas.
-
Puede sentarse si quiere, agente. – le dijo la chica. Manuel se acercó lentamente
al sofá y se sentó al lado de su compañero. La joven desapareció por el
pasillo.
-
¿Por qué no la has interrogado tú solo? – le preguntó a Andrés en voz baja.
-
Pensé que era mejor que la información nos la contara a los dos, para que tú
supieras también todos los detalles. Dice que lo vio todo. – estaba nervioso,
se le notaba en la voz. En ese momento, entró la chica de nuevo, con una
sudadera gris, y se sentó en el sillón que había junto al sofá, del mismo color
que este. En el centro había una mesa baja, sobre la que había unas revistas,
un libro y la taza de los Beatles.
-
De acuerdo. ¿Cómo se llama, señorita? – dijo Manuel, dirigiéndose a la joven.
-
Raquel Gómez. – dijo ella. Miraba de vez en cuando a Andrés, pero él no se daba
cuenta. Estaba ocupado observando el gran póster de Elvis Presley en la pared
frente a ellos. Manuel se preguntó si lo hacía simplemente para evitar mirarla
a ella.
-
Bien, yo soy Manuel Torres, y este es mi compañero, el agente Guerra. Necesitamos que nos cuente todo lo que vio antes.
Todo detalle podría ser de ayuda. Si se encuentra bien para hablar, claro está.
Podría ser un tema delicado…
-
No, no hay problema. Supongo que las dos tilas que me he tomado desde entonces
han ayudado, estoy perfectamente. – se rió nerviosamente. Manuel y Andrés la
miraban, atentos y serios. – Bueno, yo estaba en la terraza, desayunando, cuando
vi el Volkswagen blanco pasando tranquilamente por la carretera, y entonces un
todoterreno negro llegó a toda velocidad y, cuando estaba al lado del otro
coche, giró bruscamente, sacándolo de la carretera. Luego se alejó, mientras el
otro coche daba vueltas sin control, chocándose contra todo. No me pareció que
fuera un accidente, ¿saben? El conductor del todoterreno no perdió el dominio
del vehículo en ningún momento.
Andrés se quedó quieto, su mente girando
a toda velocidad. Ya no se trataba de un simple accidente, sino que
lo más probable era que fuese un asesinato. Alguien había planeado previamente
la muerte de aquel hombre, y luego huyó después de matarlo. En ese momento, supo
que tenía razón desde el principio, pero deseó haber estado equivocado. Su
primer caso, y tendría que atrapar a un asesino. Las palabras de su compañero
lo sacaron de sus pensamientos.
-
De acuerdo. No pudo distinguir el modelo o la matrícula del otro vehículo, ¿no?
– preguntó Manuel.
-
No, no lo reconocí. Era grande, y con los cristales tintados, así que tampoco
vi al conductor. Cuando quise fijarme en la matrícula, ya estaba demasiado
lejos. – Raquel miraba al suelo, nerviosa. – Lo siento, pero no recuerdo nada
más que les pueda ayudar…
-
No se preocupe, es normal. Por si acaso recuerda algo más o pasa algo por la zona
que pueda interesarnos, llámenos directamente a nosotros, le daré mi número.
¿Me puede dejar un bolígrafo y un papel, por favor? – pidió Manuel, y la chica
se levantó a coger una libreta y un bolígrafo para dárselos. Manuel escribió el
número de móvil sin que ninguno de los jóvenes le mirase. Ella seguía bebiendo
de la taza, mirando al suelo, y Andrés tenía la mirada distante, fija en el
póster de la pared. Debajo del número, Manuel escribió su nombre, arrancó la
hoja y se la tendió a Raquel. Ella lo agradeció en voz baja, y ambos agentes se
levantaron del sofá, dirigiéndose a la puerta.
-
Muchas gracias, nos ha ayudado mucho. – dijo Manuel como despedida, y se alejó
hacia el ascensor. Andrés y Raquel se miraron por un momento, cada uno a un
lado de la entrada, hasta que él se despidió con un tímido “adiós, gracias” y
siguió a su compañero. Ella le vio marcharse y cerró la puerta, sonrojada.