jueves, 25 de abril de 2013

2. CAFÉ



Luisa estaba leyendo una revista cuando llamaron al timbre. Se levantó del sofá, cruzó el amplio salón y abrió la puerta. En la entrada esperaban dos policías. Uno de ellos era mayor, de unos cincuenta y tantos años, con el pelo corto y canoso, nariz gruesa y piel morena. Tenía los ojos castaños, con los párpados caídos, y las manos grandes. El otro agente, que Luisa supuso que tendría unos veinticinco, era alto y delgado, con el pelo castaño y los ojos verdes. Tenía poca barba, como si llevara unos días sin afeitarse, y se notaba a simple vista que era bastante nuevo en el cuerpo.

- ¿Vive aquí Eduardo González? – preguntó el mayor de los agentes.

- Sí... ¿Por qué? ¿Ha pasado algo?

- ¿Es usted su mujer? – preguntó de nuevo él, mirando el anillo en su mano.

- Sí.

- ¿Podemos hablar con usted?

- Claro, pasen. Siéntense. – dijo Luisa, acompañándolos al salón. Mientras se sentaban en el sofá blanco, ella tomó asiento en el sillón al otro lado de la mesa de café. Notó que los agentes estaban nerviosos, no solo el más joven. Ambos tenían una expresión seria.

- ¿Por qué han venido? ¿Qué ha pasado?

Todo su mundo se vino abajo con la respuesta a esa pregunta. Eduardo se había ido. Para siempre. Lo primero que sintió fue incredulidad. No podía ser verdad. Debía tratarse de una broma de mal gusto, o algo por el estilo. No podía estar muerto. No tan de repente. Luego llegó el vacío y la angustia, una angustia que se apoderó de cada centímetro de su cuerpo, imparable. Sabía que aquellos brazos nunca la sujetarían, ni la abrazarían, y que nunca volvería a ver su sonrisa, ni el brillo de sus ojos cuando le decía que la amaba. Nada de eso volvería a pasar, porque ahora su marido estaba muerto. Muerto. Ni siquiera se esforzó en controlar las lágrimas, y dejó de sentir el mundo a su alrededor. Como algo muy distante, escuchó un desgarrador llanto, y gritos ahogados entre sollozos, pero no supo que salían de su interior. Aceptó inconscientemente los pañuelos que le tendieron los agentes. Lo único en lo que podía pensar era en Eduardo. No le preocupaban los detalles del accidente, porque poco importaban. Estaba sola contra el mundo. Nunca volvería a oír su voz diciéndole que todo se arreglaría, ni oiría sus sonoras carcajadas, nada. Se le nublaba la vista y apenas podía respirar. Lo único que sentía era un fuerte nudo en la garganta. El llanto empezó a hacerse más cercano, y poco a poco logró respirar con normalidad. Se calló de repente, aunque las lágrimas no cesaron. Tras unos momentos en silencio, intentando controlar el torrente de emociones que la dominaban, consiguió reunir la fuerza para hablar.

- ¿Cómo fue? – dijo con voz trémula, pero logrando aguantar las lágrimas, ardientes en sus ojos.

- Un accidente de coche. – respondió Manuel, mirando rápidamente a Andrés como aviso para que no dijera nada más. Ella no necesitaba saber los detalles sobre el otro coche hasta que no estuviesen totalmente seguros de que fue un asesinato. Andrés asintió y siguió mirando al suelo.

- ¿Por qué? – susurró Luisa, dirigiéndose a nadie en concreto y cubriéndose el rostro con las manos, respirando lentamente.

* * *

- Un café, por favor.

La camarera asintió y se fue, dejando a Raquel sola, sumergida en sus cavilaciones. Le resultaba vergonzosa la velocidad con la que había seguido con su rutina, a pesar de lo ocurrido el día anterior, aun siendo una de los pocos testigos que vieron el accidente. La imagen del coche daba vueltas por su cabeza, un mal recuerdo que no quería marcharse, que continuaría atormentándola durante un tiempo. Pensaba en los pájaros, y en el coche negro. Si solo hubiese estado más atenta al gran todoterreno en lugar de observar inútilmente los golpes del otro coche, podría haber visto la matrícula. Podría haberles dicho a los dos agentes algo que les sirviera de ayuda. Sin poder evitarlo, sus pensamientos se fueron a los ojos verdes del más joven, el más tímido. Regresó de repente a la realidad cuando llegó la camarera con una taza de café humeante. Dio un pequeño sorbo y posó la taza, sacudiendo la cabeza. “No puedo seguir pensando en él. No vale la pena, seguramente no lo volveré a ver nunca más” se dijo a sí misma, y se sorprendió con el doloroso giro que dio su estómago con este pensamiento. Miró a su alrededor. En la cafetería solo había dos clientes más además de ella: un anciano con un jersey amarillo que leía el periódico mientras se tomaba el café, y un hombre de unos cuarenta y tantos años con un polo azul y una chaqueta de cuero negro, ocupado con el móvil. “Siguen como si nada con sus vidas. Igual que yo. La diferencia es que ayer fui testigo de un asesinato, y ellos no.” pensó. Se acabó el café, pagó y salió de la cafetería, con la esperanza de que la rutina diaria le hiciese olvidar rápidamente todo lo sucedido.

* * *

            - ¿Dónde vamos? – preguntó Andrés a su compañero mientras salían de la comisaría y empezaban a andar por la acera hacia la avenida.

- A tomar un café. Hoy será un día largo. – contestó Manuel, mirando fijamente hacia delante. Andrés notó unas ligeras ojeras bajo sus ojos, y pensó si su compañero había conseguido dormir algo en toda la noche, a diferencia de él. Caminaron en silencio hasta la cafetería de la esquina, y se sentaron en una mesa apartada. Andrés se quitó la chaqueta y echó un vistazo al local. Estaba casi vacío: solo había dos mujeres en el otro extremo de la sala, charlando relajadamente mientras desayunaban. Sintió un poco de envidia por no poder seguir con su vida de manera normal, al menos no por un tiempo. Y cuando hubiera pasado todo lo del asesinato, habría un robo, o cualquier cosa similar que le mantendría despierto. Se había empezado a cuestionar si la vida de policía era la que realmente deseaba. Se sentó frente a Manuel en la pequeña mesa, y lo observó mientras pedía los cafés.

- ¿Has dormido? – le preguntó este.

- Apenas, ¿y tú?

- Bastante poco, a decir verdad.

Se quedaron en silencio un poco más. La camarera les sirvió los dos cafés, y, una vez se hubo marchado, Manuel miró a su compañero.

- También has pensado en la chica, ¿verdad? Raquel, ¿no? – preguntó.

Andrés abrió los ojos, sorprendido, e inmediatamente frunció el ceño. – ¿Qué? No creo que sea importante, dada la situación en la que nos encontramos, con un caso de asesinato que resolver, ¿no te parece?

- Bueno, solo quiero hablar de algo más normal, para distraerme un poco, y dejar de pensar en el accidente, o lo que fuera. Tampoco hace falta ponerse así. – contestó Manuel, bebiendo un sorbo de su café.

El joven se relajó un poco, pero no del todo. – ¿Y no podemos hablar del tiempo? ¿O de fútbol? Hay muchas cosas irrelevantes de las que podemos conversar…

- Vale, vale. Ya veo que no quieres hablar. – le interrumpió Manuel, levantando las manos.

Andrés se quedó un momento callado. Luego dijo: - De acuerdo. Sí, he pensado también en ella. Pero da igual, no la volveré a ver. Y no me siento muy cómodo contigo interrogándome sobre si me gusta una testigo, la verdad.

Manuel no pudo evitar una amplia sonrisa. – Yo no he dicho que te gustara.

Ante eso, Andrés no tenía respuesta. No tenía salida. Se limitó a no decir nada.

- ¿Y bien? ¿No piensas decir nada? - insistió su interrogador.

- ¿Qué quieres que te diga? Sí, me causó buena impresión. ¿Contento? No la voy a volver a ver en mi vida, no vale la pena seguir dándole vueltas al tema. – contestó el joven, irritado.

- Eso no lo sabes. Podrías sorprenderte.

- Sí, claro. Porque el universo tiene esas grandes coincidencias, ¿verdad? – al notar la amargura en la voz de Andrés, Manuel dio el tema por zanjado. Pagaron los cafés y salieron de la cafetería en silencio, preparados para afrontar el duro día que les esperaba.

* * *

                 Ya era tarde cuando el teléfono sonó. Lo cogió rápidamente, y sonrió al oír la voz femenina al otro lado de la línea.

- ¿Cómo va todo? – preguntó la mujer alegremente.

- Bien, ya sabes, esperando.

- ¿Ningún problema por ahora? ¿No te han seguido? ¿Nada?

- En absoluto. Nadie vio nada, y realmente pareció un accidente, así que no creo que hagan ninguna investigación.

- Genial. ¿Cuánto tiempo crees que deberíamos esperar?

- No lo sé, cariño. Creo que dos semanas estarían bien, para asegurarnos de no levantar sospechas. ¿Y el dinero? – no pudo esconder cierta nota de nerviosismo en su voz.

- Aquí conmigo, intacto. Sabes que no pienso gastar ni un céntimo sin ti. – contestó ella.

- Gracias. No te preocupes, ya falta menos.

- Es verdad. Bueno, tengo sueño, voy a dormir. Te quiero.

- Y yo a ti. – Dicho esto, colgó el teléfono. Sabía que aquello no era del todo cierto, pero necesitaba a Ingrid del mismo modo que ella lo necesitaba a él, por lo que seguían fingiendo ser felices el uno con el otro. Tenía que tener cuidado, porque ella podría irse con el dinero en cualquier momento. “Bueno, si lo intenta, les contaré a la policía cómo lo consiguió y esa idiota irá a la cárcel mientras yo me largo con la pasta. Será cosa fácil, así que más le vale estar quieta” pensó. Era bueno improvisando, así que no le resultaría difícil encontrar una forma de conseguir el dinero sin que se lo llevara la policía. Se sirvió la tercera copa de whisky mientras miraba la ciudad iluminada, y las diminutas estrellas en el cielo de la noche. Sin duda era una vista bellísima. Cerró los ojos, imaginándose a sí mismo en alguna isla tropical, disfrutando de una vida de millonario.